sábado, 2 de julio de 2016

El desafío de la insurrección

La aceptación de la violencia como parte de la vida cotidiana es un cáncer que termina desgarrando los tejidos sociales. Admitir como normalidad el pisoteo a la dignidad de las personas es un veneno para el estado de derecho. Ambas cosas suceden en México hoy. Los crímenes terribles suceden en todas partes y están en nuestras narices gracias a la información en línea. El uso de la violencia en las familias, las comunidades, en las tareas laborales es prácticamente cotidiana. Es una ofensa a las víctimas y un desafío que exhibe la falta de eficacia de las instituciones responsables de la seguridad y la justicia. El paso siguiente es el llamado a la insurrección para suplantar a las autoridades en sus funciones. Linchamientos públicos de presuntos delincuentes son una muestra cada vez más frecuente del nivel de irritación social. A este caldo de cultivo le están sembrando la levadura de la rebelión organizada. Los grupos alzados en los estados de Guerrero, Oaxaca y Chiapas tienen décadas haciendo labores de adoctrinamiento y adiestramiento en muchas comunidades rurales. Muchos de sus monitores e impulsores son profesores formados en las normales rurales. En las regiones serranas de estas entidades además operan grupos de la delincuencia organizada que propician un ambiente de lucha por el control de territorios y compiten por influir a las autoridades municipales. Los ayuntamientos muchas veces tienen una clara inferioridad en número y capacidad de fuerza ante estos grupos, y los programas sociales trabajan bajo la vigilancia de unos y otros. Ante esto las autoridades estatales y federales han desplegado acciones para revertir el deterioro, pero los resultados aun son limitados. Este es el contexto en el que se desarrolla el levantamiento de los profesores de la CNTE en estas regiones y son las organizaciones guerrilleras, los activistas y la mezcla variopinta de agitadores y personal de las organizaciones criminales las que pueden confluir en las acciones violentas que tienen colapsadas las carreteras en Oaxaca y otros estados. Los hechos lamentables de Nochistlán dieron pié al fortalecimiento de la agitación para convertirse en un llamado abierto a la insurrección que las autoridades no pueden dejar pasar, so pena de perder aun más control en territorios en donde estos grupos tienen presencia. Es claro que ahora mismo estos llamados han despertado pequeñas células que actúan en la capital del País, y en otros estados para mostrar que son capaces de generar violencia simultánea en muchos sitios. Y por otra parte deciden tensar la cuerda del diálogo para desgastar a las autoridades a las pretenden derrocar. Si bien es cierto que aparentemente la causa es la reforma al sistema educativo, la verdad es que hay muchos grupos que en realidad trabajan para desestabilizar a las instituciones. El gobierno debe actuar con la fuerza de la ley, pero con extrema pulcritud porque la provocación es abierta y el riesgo de cometer errores como los de Nochistlán es enorme. El desafío está lanzado: negociar la aplicación de la ley para someterla al intercambio y sembrar inestabilidad a partir de querer negociar todo. Si se negocia la ley misma, se debilita la política, se golpea el estado de derecho, se socava la autoridad, y propicia la impunidad. El derecho a disentir, protestar, expresarse debe ser garantizando plenamente con el límite del respeto a la dignidad de todas las personas. El Estado no puede permitir vejaciones, robos, secuestros, y pérdida de la libertad y del patrimonio de personas inocentes con el pretexto de la expresión de inconformidades. La fuerza está para garantizar la libertad de los inconformes y la de todas las personas. Cuando a inconformidad organizada se vuelve violenta es simplemente insurrección. Y ante ella no queda sino la ley para imponer las salidas políticas. Los acuerdos políticos al margen de la ley siembran más indignación y a la larga propician más violencia.

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